¿Que tanta libertad ha tenido Sam Raimi en Doctor Strange? Allá vamos otra vez. Doctor Strange en el multiverso de la locura acaba de llegar a los cines, con previsiones de coronarse como un nuevo triunfo de Marvel Studios tanto en taquilla como en la recepción crítica. Esta ha venido marcada, como podía esperarse desde el inicio de la producción, por la presencia de Sam Raimi tras las cámaras: el consenso apunta a ser que si la secuela de Doctor Strange es tan estupenda se debe a que tiene al frente al director de la primera trilogía de Spider-Man, y esto nos lleva a discursos recurrentes que subrayan la impersonalidad que supuestamente suele cundir en los proyectos del MCU o, en especial, el férreo control que ejerce la cúpula de Kevin Feige sobre cada cineasta.

Sam Raimi habría salido airoso del trance. Doctor Strange en el multiverso de la locura sería, según se ha dicho en los últimos días, una película de autor, marcada por la personalidad de Raimi. Es algo que vuelve a identificarse como excepcionalidad, aun cuando hay abundantes ejemplos de cineastas que parecen haber realizado su película más o menos sin contratiempos bajo el rodillo de Marvel (antes hemos tenido a Shane Black, James Gunn, Taika Waititi, Chloé Zhao o, claro, Joss Whedon, cuya visión exclusiva ha sido la más influyente en muchos sentidos para el MCU), y aun cuando, yendo más allá, conviene distanciarse de la idea de una autoría pura en el mainstream estadounidense.

Es tentador incluso volver a formular la pregunta de si la autoría es algo en sí positivo, si de permanecer pura va a conducir siempre a buenas películas. Pero es lo que hay. Doctor Strange 2 es buena porque se nota que la dirige Sam Raimi, de ahí que convenga olvidar que este entró en el proyecto a última hora, luego de que Scott Derrickson se marchara por las mismas “diferencias creativas” que antes expulsaran a Patty Jenkins, Edgar Wright o al propio Whedon tras la experiencia de Vengadores: La era de Ultrón. Si conviene prestarle tanta atención a la autoría en este caso puede obedecer a dos motivos: por un lado, Sam Raimi está considerado uno de los padres del género superheroico actual.

Por otro, es el primer film de Marvel post-Spider-Man: No Way Home.

El caso es que Raimi se las ha apañado bien. Razonablemente. Ha salvado la papeleta con gracia, y merece la pena comentar cómo ha ido superando cada obstáculo. Hay quien cree que en su anterior aventura con Disney (la muy mediocre Oz, un mundo de fantasía) solo se veía la mano de Raimi en el prólogo en blanco y negro. Aquí ha ido mucho más allá. Incluso vislumbrando los peajes que haya tenido que pagar, no cabe duda de que el director de Evil Dead, lo ha logrado.

En buena parte del film, Raimi visualiza a Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen) como una villana de slasher. Hay toda una secuencia donde la Bruja Escarlata persigue a los protagonistas arrasándolo todo a su paso como Terminator, y retazos en los que se convierte en una criatura demoníaca. Desde la parte exclusivamente visual, Wanda carece de la tragedia que debería tener aparejada una Vengadora caída en desgracia, pues Raimi prefiere divertirse limando tridimensionalidades, sacando partido de su potencial perturbador. Puede molestar a quien aprecie a Wanda como personaje, pero en la película funciona.